Nunca como hoy
ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el
imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que
pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo
tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa
Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la
prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y
cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces
públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al
oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas
tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se
llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y
confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua
española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin
fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras
lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta
experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio
de diecinueve millones de kilómetros cuadrados y cuatrocientos millones de hablantes al terminar
este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha
dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre
latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar
tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la República de Ecuador tienen ciento cinco nombres
para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que
se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A
un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra
a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido
intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera
de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a
Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable,
nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los
enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a
ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso?
Son pruebas al
canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su
pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura,
sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el
siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir
ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la
gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes,
aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen
todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los
neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir,
negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el
dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor
de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el
armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía,
terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos
un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los
acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima
ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve
de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre
sobra una?
Son preguntas
al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que
le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos,
tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que
no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis doce
años.
Gabriel Carcía Márquez
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