Olas y adioses.











Mece el viento una palmera
junto a la orilla del mar.
La niña negra, en silencio,
ama y comienza a llorar…
Ramón Méndez Estrada, Olas y lágrimas (fragmento).

Cuando la reveló en casa, Vicente, un joven fotógrafo español, no pudo imaginar la transcendencia que esa imagen tendría después. Había hecho muchas fotos desde que era un niño y ayudaba a su padre, también hizo muchas aquél día. Esa que estaba entre sus manos no era la mejor, no podía decir que fuera mala, pero tampoco demasiado buena. Poco original para su gusto. Hay un claro predominio de las líneas horizontales, en el centro de la escena se sitúa la figura de una niña, estática, sobre ella recae la atención. En el plano vertical es casi simétrica, de no ser por las montañas del horizonte, situadas a la derecha, prácticamente lo sería. Estas junto con las olas del mar a los pies de la niña dan un poco de tensión y dinamismo a la imagen. Que esté tomada en blanco y negro piensa que es un acierto,  le imprime cierto carácter melancólico, la hace más sugestiva e intensifica el contraste entre la piel oscura de la muchacha y el blanco de su vestido. Por lo demás, nada particular.

Dolores había visto esa fotografía tantas veces y en tan diferentes lugares que la protagonista le parecía otra persona, había sido hace tanto tiempo que parecía hecha en otra vida. En ese momento tendría unos ocho años, pero no está del todo segura. Lo que sí recuerda es que ese día era la boda de su prima, por eso llevaba puesto ese vestido, el único bueno que tenía, aunque ya le estaba un poco corto. Aun así a ella le gustaba, le gustaba su color impoluto, las puntillas alrededor del cuello y que tuviera un lazo en la espalda. Con dos trozos de la misma tela que la del vestido le hicieron un par de moños que adornaban su hirsuto pelo. También recuerda que después de la fiesta se escapó con los otros niños para jugar en la playa, metió sus pies en el agua y disfrutó durante unos segundos del contacto con el mar. No se hizo preguntas metafísicas, ni estaba esperando a nadie, tampoco lloraba como luego escribiría el Poeta, nada trascendente,  nada significante, un momento más de un día nublado.

Esa niña de tez oscura no se imaginó que un fotógrafo estaba detrás de ella captando la escena, tampoco que esa imagen después serviría como portada para uno de los libros de un famoso escritor, ni que este se inspiraría en ella para crear bellos poemas. Por eso se sorprendió cuando años después se vio en impresiones, postales y revistas. Sin saberlo se había convertido en imagen de su país, Cuba, una tierra que como ella mira expectante, serena y altiva al mar.

Francisco Rodríguez


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