Un día cualquiera










Como sabían que la señora Mallard padecía del corazón, se tomaron muchas precauciones antes de darle la noticia de la muerte de su marido. Lo hicieron con tacto y prudencia. Recordaron todos los consejos que habían recibido en distintos seminarios donde los preparaban para estas cosas. Pero aunque los doctores tuvieran aprendido el discurso e intentaran ser lo más asépticos posibles cada caso era diferente. Este, de hecho, era una de esos. El señor Mallard había ingresado hace dos meses aquejado de un fuerte dolor de cabeza, parecía algo insignificante, pero todo lo que sucedió después fue muy rápido.
Josef Mallard se levantó sobresaltado esa mañana, aun así se dispuso a seguir con su rutina diaria. Desayunó algo rápido, después se duchó y afeitó y tras ponerse un chándal de algodón que su nuera le había regalado las pasadas navidades, se miró en el espejo y sonrió, una sonrisa leve y rápida, casi imperceptible. Cada día seguía el mismo ritual, una vida que para muchos sería aburrida, pero para él perfecta, no necesitaba más. Después de haber pasado su juventud trabajando más de lo necesario, sin apenas tiempo para su familia o para él mismo, ahora vivía plácidamente una existencia anodina.
Ese día después de ir al gimnasio quedó para almorzar con unos amigos, se habían conocido hacía unos dos años atrás. Todos ellos eran jubilados y disfrutaban de esas reuniones informales donde podían permitirse ciertos caprichos fuera de la vigilancia de sus mujeres o médicos. Por la tarde regresó a casa, y tras cenar con la señora Mallard vieron una película juntos. Desde que se habían mudado a Honllandy sus jornadas diarias no variaban mucho, si acaso se rompía la monotonía el domingo con el mercado semanal o con alguna exposición de algún artista local, por lo general no muy bueno.
La señora Mallard había sido educada para hacer feliz a su marido, así, cuando él quiso dejar la ciudad ella lo acompañó de buena gana. Veía esta situación como una nueva oportunidad para disfrutar de una vida marital que nunca fue del todo completa por culpa de los viajes de él. Al principio la señora Mallard estaba demasiado ocupada buscando una casa y redecorándola para preguntarse si era feliz allí, pero cuando fueron pasando los días se dio cuenta de que no lo era, de que echaba de menos a sus amigos y conocidos, que no le gustaba el ambiente provinciano ni ese aburrimiento que lo cubría todo como si de polvo se tratase.
Esa mañana se levantó antes que el señor Mallard, le preparó el desayuno como tenía por costumbre y salió en bata y pantuflas a recoger el periódico. Cuando su marido se fue, recogió la ropa que este había dejado por el baño y se dispuso a disfrutar de esa soledad que era tan inusual. En los últimos tiempos había llegado a odiar al señor Mallard, no podía soportar su sonrisa perenne, ni su perfeccionismo, tampoco que se hubiera adaptado tan bien a su nueva vida. Si para él Honllandy era un lugar perfecto, para ella era una jaula de oro, todo muy bonito, todo muy limpio, la gente muy amable, pero no había vida. Y ella que tras una amenaza de infarto se daba cuenta de que esta se le escapaba entre las manos, quería aprovechar los años que el quedaran.
Después de hacer las labores de la casa salió, compró dos cajas de gelatina neutra, una ramitas de jengibre, galletas para la base, nata para montar y un surtido de frutos secos. Antes de volver fue también a la farmacia. Se pasó la tarde preparando la cena y un delicioso postre, terminó antes de que su marido llegara. Cenaron como siempre, aunque ella no tomó tarta y comentaron los últimos cotilleos vecinales o alguna serie de televisión, como siempre hacían. Después vieron una de esas películas basadas en hechos reales, la mayoría, nunca demasiado dramática para un par de ancianos sin alicientes en sus vidas.
Al día siguiente el señor Mallard fue ingresado de urgencia con unos síntomas un tanto extraños. Los días en el hospital fueron felices para la señora Mallard, porque aunque siguiera cuidando de su marido, podía hablar con gente diferente, pasear por avenidas señoriales, disfrutar al ver cómo los jóvenes sonreían, sentirse viva de nuevo, en definitiva. Así, cuando los médicos le dijeron que su marido había muerto respiró tranquila y confiada, sólo se le humedecieron los ojos. Parecía abstraída, los médicos creyeron que su ensimismamiento se debía al shock de la noticia, pero ella estaba pensando que ahora, en su nueva vida, podría apuntarse a uno de esos cursos de teatro o repostería destinados a ancianitas; vistos los resultados, quizá tuviera talento para ello.

Francisco Rodríguez 

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